Teoría del arte asiático VII / Fernanda Tramontani / junio 8

La vida oriental se modela sobre tipos de conducta establecidos por la tradición. El svadharma (vocación, llamada o función específica) de cada casta es un modo de conducta, y hasta recientemente todo chino aceptaba por supuesto el concepto de costumbres establecido por Confucio. La palabra japonesa para rudeza significa «actuar de modo inesperado». Aquí, pues, se considera la vida como un jardín, al que no se permite crecer salvajemente. Esta conformidad exterior constituye para el oriental mismo una privacidad dentro de la cual el carácter individual puede florecer sin obstáculos. El actuar tiene un carácter y un destino individualista. Tomando como ejemplo a las mujeres, oriente las ha protegido de las necesidades de la auto-afirmación; puede decirse que para las mujeres de la clase aristocrática en la India o Japón no ha existido ninguna libertad en el sentido moderno, y sin embargo estas mismas mujeres, moldeadas por siglos de vivir estilizado, alcanzaron una perfección absoluta en su tipo, y quizás el arte asiático no pueda mostrar una consecución más alta que ésta. En la India, donde la «tiranía de casta» gobierna estrictamente el matrimonio, la dieta, y cada detalle de la conducta externa, existe y ha existido siempre una libertad de pensamiento ilimitada en cuanto a modos de creencia o de pensamiento; una ruptura de la etiqueta social puede implicar la excomunión de la sociedad, pero la intolerancia religiosa es prácticamente desconocida, y es una cosa completamente normal para los diferentes miembros de una familia elegir para sí mismos la deidad particular de su devoción personal.

Se ha dicho bien que la civilización es el estilo. Una cultura inmanente en este sentido dota a cada individuo con una gracia exterior, una perfección tipologica, tal como sólo los seres menos comunes pueden alcanzar por su propio esfuerzo, un tipo de perfección que no pertenece al genio; mientras que una democracia, que requiere que cada hombre salve su propia «cara» y alma, en realidad condena a cada uno a una exhibición de su propia irregularidad e imperfección, y esta aceptación implícita de la imperfección formal se convierte con mucha facilidad en un exhibicionismo que hace de la vanidad una virtud y se describe complacientemente como auto-expresión.

En este tipo de artes de aspecto teológico, cargados de simbolismo e iconografía, los elementos de la forma presentados por la Naturaleza y redimidos por el arte se usan como medio de comunicación. Los desarrollos clásicos de este tipo de arte corresponden principalmente al primer milenio de la era cristiana. Sus prolongaciones posteriores tienden a la decadencia, los elementos formales conservan su valor edificante, en diseño y composición, pero pierden su vitalidad, o sobreviven sólo en el arte folklórico, donde la intensidad de una época anterior que expresaba una voluntad más consciente se reemplaza por una armonía de estilo más simple que prevalece en todo el medio ambiente hecho por el hombre..

Otro tipo de arte (desarrollado por toda Asia en el segundo milenio), a veces llamado romántico o idealista, pero descrito mejor como imaginista o místico, la denotación y la connotación no pueden separarse. En este tipo de arte no se siente ninguna distinción entre lo que una cosa «es» y lo que «significa». Sin embargo, al trazar así una distinción entre el arte simbólico y el imaginista debe subrayarse muy fuertemente que los dos tipos de arte están inseparablemente conectados y relacionados histórica y estéticamente; por ejemplo, una ruptura entre los dos puntos de vista se ilustra en la bien conocida historia del monje Zen Tan-hsia, que usó una imagen de madera del Buda para hacer su fuego —no por estar en contra del uso de imágenes, sino simplemente porque tenía frío–. Los dos tipos de arte están enlazados muy estrechamente por la filosofía y la práctica del Yoga; en otras palabras, una identificación de sí mismo con el tema es siempre un prerrequisito. Pero mientras que el arte teológico tiene que ver con los tipos del poder, el arte místico se ocupa sólo de un único poder. Su tema último es ese principio único e indiviso que se revela en cada forma de vida siempre que la luz de la mente brilla sobre algo de tal manera que se verifica el secreto de su vida interior, a la vez como un fin en sí mismo sin relación con ningún propósito humano, y como no otra cosa que el secreto del propio ser más profundo de uno.

Aquí, pues, el tema próximo puede ser cualquier aspecto de la Naturaleza, puesto que todo aspecto de la vida tiene igual valor en una visión espiritual. En teoría este punto de vista podría aplicarse para justificar la mayor variedad posible de elección individual, e interpretarse como una «liberación» del artista respecto de las ideas asociadas. Pero en las grandes tradiciones vivas encontramos, como antes, que hay una adhesión a ciertos tipos o grupos de temas restringidos generación tras generación en un área dada, y que la técnica está controlada todavía por las más elaboradas reglas, y sólo puede adquirirse en largos años de paciente práctica. Las condiciones históricas y el medio, una herencia de simbolismos más antiguos, las sensibilidades raciales específicas, todo esto proporciona una determinación de la obra que ha de hacerse mejor que la particular; para el artista o el artesano, que «tiene el arte que se espera que practique», esto es un medio para la conservación de la energía; para el hombre en general, asegura una comprehesibilidad continuada del arte, su valor como comunicación.

Los aspectos más sobresalientes del arte imaginista o místico de Asia son el arte Ch’an o Zen de China y Japón.

La naturaleza del Ch’an-Zen no es fácil de explicar. Sus fuentes son en parte indias, y en parte taoístas; y su desarrollo es a la vez chino y japonés. El arte Ch’an-Zen nos proporciona un ejemplo perfecto de ese tipo de asimilación real de nuevas ideas culturales que tiene como resultado un desarrollo formalmente distinto del original. Esto es totalmente diferente de esa hibridación que resulta de las «influencias» ejercidas por un arte sobre otro. Al tiempo que reconocemos las fuentes indias del arte Ch’an-Zen, hay que recordar que el Zen está también profundamente enraizado en el Taoísmo.

La concepción básica del Zen toma como método para restaurar esa conciencia en el ser humano, una serie de disciplinas y prácticas artísticas destinadas a provocar el vacío mental del alumno, con el fin de que éste quede libre de ataduras psicológicas, libre de conceptos de toda clase, de ideas preconcebidas, pues sólo así estará cualificado para comprender las enseñanzas del Zen, diseñadas por antiguos maestros para conducir, al que lo busca, al conocimiento de sí mismo, clave con la que se abren todos los caminos hacia el conocimiento del Ser Universal

Meditar en el vacío, o provocar el vacío mental, tiene que ver con salir de la rueda situándonos simbólicamente en el centro de ella, en el refugio de nuestro corazón (centro del Ser), desde donde es posible observar quietamente sus movimientos, dejando que los deseos y pasiones circulen, que vengan y vayan, como viene la primavera y luego se va, como lo más natural del mundo. Es así como sucede todo, son esas las leyes que rigen el Universo y de las que no es posible la exclusión, porque es ese el ritmo con el que fluye la vida y todos estamos sujetos a sus leyes. Situado en el centro de la rueda, en el corazón, (que es la sede de la inteligencia universal), los deseos banales desaparecen y no queda más que el flujo de la vida, es decir, el Zen, advirtiéndose que no hay más que vivirla haciéndonos conscientes de nuestro papel central en ella, contemplando su armonía, su perfección infinita, siempre inacabada, siempre por descubrir. Y uno allí, quieto y sereno, y aunque dure un instante ese reconocimiento, esa entrega, nada importa, porque lo que se percibe es la eternidad, y uno ya no dejará de perseguir ese momento de luz que fecundó su memoria. ¿De dónde vino? ¿De que misterioso lugar llegó el rayo de luz? La respuesta permanecerá oculta en las tinieblas superiores, pero la vívida experiencia, la Verdad de esa realidad sutil, como tesoro encarnado, ya nunca abandonará la morada de nuestro corazón, como sede que es del corazón del Ser del Universo

La disciplina Ch’an-Zen es de actividad y de orden; su doctrina es la invalidez de la doctrina, su fin una iluminación por la experiencia inmediata. El arte Ch’an-Zen, buscando la realización del ser divino en el hombre, procede abriendo sus ojos a una esencia espiritual semejante en el mundo de la Naturaleza exterior a sí mismo.

El artista Ch’an-Zen no pinta más de la Naturaleza que el poeta escribe de la Naturaleza; se le ha ejercitado según tratados sobre estilo tan detallados y explícitos que parecería no quedar sitio alguno para la operación de la personalidad. Un pintor japonés dijo una vez: «He tenido que concentrarme en el bambú durante muchos, muchos años, y a pesar de ello una cierta técnica para la reproducción de las puntas de las hojas de bambú todavía me elude». Y sin embargo la inmediatez o la espontaneidad se ha alcanzado más perfectamente en el arte Ch’an-Zen que en cualquier otro. Aquí no hay ninguna iconografía formal, sino una intuición que ha de expresarse en una pintura a tinta donde no puede borrarse ni modificarse la menor pincelada; la obra es tan irrevocable como la vida misma.

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