Una definición dada por la Real Academia de la Lengua Española dice que pincel es un “haz de pelos sujetos al extremo de un mango, habitualmente de madera, usado para extender colores sobre una tela, papel o cartón”.
Se lo podría comparar con el cincel para el escultor o la pluma para el
escritor.
Los primeros utensilios que representaban al pincel, datan de entre
12.000 a 15.000 años durante el Paleolítico Superior, cuando el homo sapiens,
realiza con ellos lo que se conoce como arte rupestre. Dichos trabajos se
pueden apreciar en las “Cuevas de
Alfés”, “Las de Cabra Feixet”, “Las Cuevas de Cingle”, “La Roca de los Moros”
pero las más conocidas e importantes las tenemos en la región Cantábrica en el
norte de España lindando con el Sur de Francia, las “Cuevas de Altamira”
conocidas como la Capilla Sixtina del Arte Rupestre, donde se piensa que se valieron de especie de cerbatanas
con las cuales soplaban e impregnaban colores que luego la humedad se encargaba
de fijar. También se valían de tallos o raíces de árboles, ramas o fibras.
En las tumbas egipcias también se aprecia el uso de los pinceles en
dibujos y pinturas en las tumbas
con personajes de la nobleza y faraones, descubiertas en el Valle de los Reyes.
También se hallaron especie de paletas de cerámica con cavidades para aplicar
colores.
Asimismo en las culturas americanas, es asombrosa la forma en que
utilizaban sus rudimentarios pinceles.
El pincel se impuso en distintas partes del mundo y en culturas
diversas, que ni siquiera tenían contacto alguno entre sí. A medida que el ser
fue evolucionando su lenguaje, su transmisión se fue imponiendo, y así surge el
pincel como elemento básico y vital.
Hoy nos nutrimos de apreciar obras de los grandes
maestros como Velazquez (1599 – 1660), Murillo (1617- 1682), Zurbarán
(1598-1664) o Goya (1746-1828) y si nos ponemos a pensar que utilizaban
rudimentarios pinceles, nos parece casi imposible, ya que entonces no disponían
de técnicas apropiadas para tratar los pelos de los animales. Posteriormente en
el siglo XVIII es cuando aparecen los primeros manufactureros especializados en
fabricar pinceles para las Bella Artes.
Para producir los mangos de los pinceles, se valían del árbol de abedul
por su corteza blanca, resiste al frío y la humedad, no tiene nudos y es casi
indeformable.
Solo en la Rusia occidental se calculan plantaciones de 100.000.000 de
árboles. Una especie similar es muy apreciada en China y crece en las tierras
húmedas de Indonesia, Filipinas, Vietnam y es muy atesorada.
La preparación del pelo o cerda era muy difícil de lograr en la
antigüedad. Se buscaban especialmente cuidadosamente pelo de cerdo, de orejas
de buey, de vacas o de cabras. Las colas eran muy apreciadas por su longitud.
Recién cuando las peleterías comenzaron a suministrar las colas ya
curtidas de pelo de marta,
comadreja o ardilla se dispuso de pinceles de calidad.
Se lograba ablandar el pelo, reuniendo un grupo de ellos
en pequeños envoltorios de tela y se hervían un par de horas.
Esta operación eliminaba la grasa, larvas de insecto, trozos de piel
herida, impurezas y lo más importante los enderezaba y esterilizaba.
Luego se secaban en hornos especiales y se seleccionaban los mejores
pelos, se clasificaban y se ordenaban por medidas.
Hoy disponemos de pinceles de fibras sintéticas de monofilamentos
artificiales de poliamida, que comenzaron a fabricarse en Japón, en los
años 70.
Algo que me movilizó germina en mí, se me despierta una gran inquietud, una imagen, una idea. Los detalles me tranquilizan, y domino la incertidumbre de no poder lograr un buen trabajo, de que el resultado final no sea el esperado.
Es entonces cuando me enfrento con el lienzo, y mi pincel bajo control parece una varita mágica que permite abrir la puerta a esta bruja armoniosa de Halloween, fea como linda, estética como grotesca. Universos misteriosos, nuevos, poderosamente liberadores que llegan de la nada, mágicos.
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